Carla Rodrigues1
No es difícil dominar el arte de perder. Tantas cosas parecen llenas del propósito de ser perdidas que su pérdida no es ningún desastre.
Elizabeth Bishop, 1976
Perder alguna cosa cada día. Aceptar aturdirse por la pérdida de las llaves de la puerta, de la hora malgastada.
No es difícil dominar el arte de perder.
Después practicar perder más lejos y más rápido: los lugares, y los nombres, y donde pretendías viajar. Nada de todo esto te traerá desastre alguno.
He perdido el reloj de mi madre. Y, ¡mira!, voy por la última, ‒quizá por la penúltima‒ de tres casas amadas. No es difícil dominar el arte de perder.
He perdido dos ciudades, las dos preciosas. Y, más vastos, poseí algunos reinos, dos ríos, un continente. Los echo de menos, pero no fue ningún desastre.
‒Incluso habiéndote perdido a ti (tu voz bromeando, un gesto que amo) no habré mentido. Por supuesto, no es difícil dominar el arte de perder, por más que a veces puede parecernos (¡escríbelo!) un desastre2.
Muchas de las expresiones disponibles para referirnos al duelo ‒proceso, trabajo, elaboración‒ involucran, en forma más o menos implícita, la idea de progreso, entendido como un camino lineal a partir de un comienzo y en dirección a un final y una finalidad: llevar al sujeto desde su tristeza hasta la posibilidad de retomar la así llamada “vida normal”. Esa comprensión ‒digamos positivista‒ del duelo en nada se parece a la vivencia de pérdida de un objeto de amor3, para la cual, en lugar de una trayectoria en dirección ascendente, el recorrido es errático, marcado por idas y venidas ‒días mejores y peores‒ en los que cada sujeto intenta descubrir qué hacer con la pérdida, la falta y el vacío (Rodrigues, 2020a). El duelo conlleva una circularidad: va, viene, mejora, empeora, avanza, retrocede, fluye, no fluye.
Los procesos de duelo siguen otra temporalidad, cambian nuestra percepción del tiempo, lo cual quizás vuelva, tanto el concepto como el proceso, algo de difícil comprensión abstracta. El entendimiento de esa errancia surge de la experiencia, tal como describe Julian Barnes (2013/2014):
Proceso de duelo. Parece un concepto claro y sólido. Pero es un término fluido, escurridizo, que se metamorfosea. A veces pasivo, un período en el que se espera que desaparezca el tiempo y el dolor; a veces activo, una atención consciente a la muerte, a la pérdida y a la persona amada; y a veces, necesariamente, de distracción. Y no se vivió ese proceso antes. Es un esfuerzo gratuito, pero no voluntario; es riguroso, pero no supervisado; es especializado, pero no se lo puede aprender. Y es difícil decir si se está progresando o qué ayudaría a progresar. (p. 85)
Nada más contrario al duelo que la idea de progreso. Estar de duelo es estar en compás de espera, tener paciencia con el propio dolor, aceptar la tristeza como parte de la vida. Ni cambiar ni continuar, tan solo sostener esa temporalidad extraña en la que no hay nada que hacer ni nada que tenga que hacerse. Solo existe el estado de duelo.
En el contexto de un debate político, el filósofo Giorgio Agamben (2003/2004) compara el duelo con el estado de excepción, períodos de alteración de la vida social. Un tiempo aparte, cuando todo se mueve a otro ritmo. Se instala un imperativo de suspensión del tiempo cronológico, sin el cual la muerte del otro parece no poder aceptarse. Ese imperativo puede ser traducido en las múltiples formas con las que médicos y psicoanalistas afirman que es necesario pasar por el duelo como experiencia ineludible de elaboración y asimilación de la pérdida.
En la edición brasileña de Duelo y melancolía (Freud, 1917/2011) de la editorial Cosac Naify, la traductora Marilene Carone destaca el doble sentido del término alemán Trauer, usado por Freud: este puede significar tanto un sentimiento de tristeza profunda por la pérdida de alguien como las señales exteriores del estado de duelo. La ambigüedad del alemán se repite en el portugués con el uso de la palabra duelo4, como referencia al sentimiento de tristeza (“estoy de duelo”, que equivale a “estoy triste por la muerte de alguien”) y enlutamiento5, que indica rituales orientados a homenajear y guardar en la memoria a los que partieron.
A primera vista quizás no lo parezca, pero esa superposición de significados para un mismo significante también está ligada a la temporalidad del duelo. Para el psicoanálisis, el tiempo es lógico, no cronológico, diferencia orientada en gran medida por la concepción de un inconsciente que no distingue entre pasado, presente y futuro tal como los separamos para el tiempo histórico. Si el duelo es trabajo de memoria ‒permanente proceso de separar aquello que recordar de aquello que olvidar‒ es porque el trabajo es continuo. Los muertos reivindican para los vivos una muy peculiar actualización del tiempo. Un breve ejemplo ilustra el argumento. En los rituales públicos de conmemoración por la muerte de la concejal carioca Marielle Franco ‒crimen todavía impune que también cobró la vida del chofer Anderson Gomes‒ confluyen por lo menos dos funciones políticas: exigir una respuesta por la ejecución y recordar las tantas otras personas negras asesinadas sin derecho al reconocimiento del valor de sus vidas. Cada homenaje a Marielle es un acto político que interroga la práctica cotidiana de exterminio de las personas negras en este país (Rodrigues y Áquila, 2020).
La observación respecto de la duplicidad del término duelo conducirá mi texto a una extrañeza: la singularidad de cómo el sujeto responde a cada uno de los duelos que realiza a lo largo de la vida y, por otro lado, el modo en que un nuevo trabajo de duelo convoca y actualiza duelos anteriores. Son duelos al mismo tiempo iguales y diferentes. Llega entonces el momento de recurrir al significante no familiar, como en la propuesta de traducción para Unheimlich (Freud, 1919/2019). La pérdida es de otro objeto, pero al sujeto le toca encontrarse de nuevo y cada vez con la falta y con el vacío instaurado por cada pérdida. Hay un elemento familiar en la experiencia –“no es difícil dominar el arte de perder” (Bishop, 1976/1995)‒, al tiempo que algo de lo no familiar se presentifica en cada nueva pérdida.
El duelo no hace serie; puede ser contado, pero no contabilizado.
Podemos entonces comenzar a pensar en una de las muchas dificultades para hacer el duelo por las centenas de miles de personas muertas por el Covid-19 a lo largo del año 2020. Cada noticia en los diarios, cada boletín de la Organización Mundial de la Salud (OMS), cada estadística oficial transforma la pérdida individual y singular en una serie innumerable6, intentando negar que cada objeto perdido lleva en sí una historia única. A los que están en trabajo de duelo, la muerte los acecha, porque el duelo también es un modo de aprender a vivir con lo que sobrevive en nosotros de nuestros muertos. Insistir en la mera continuidad de la vida como si nada hubiera sucedido, como si la muerte, por ser el destino natural de la vida, no fuera también de una brutalidad sin nombre es negar a los muertos su lugar en la memoria.
Como proceso de constitución simbólica de aquello que se perdió en lo real, el duelo nos pone por lo menos frente a una paradoja: si lo simbólico de la pérdida aún está constituyéndose, ¿con qué lenguaje hablar? Esa lengua muda, esa ausencia de significante, ese agujero que lo real abre en el simbólico; no hay palabras para hablar de eso. Y es allí donde eso falta que lo simbólico insiste en constituirse, es allí mismo donde los rituales se inscriben y se escriben.
La ceremonia fúnebre, el sepulcro, son igualmente prácticas de celebración y rememoración, tentativas concretas, no de abolir la muerte personal, inevitable, sino de transformarla en objeto de un recordar permanente, constante. En suma, de oponer la inevitabilidad de la muerte singular a la tenacidad de la memoria humana, imagen utópica de la inmortalidad colectiva. (Gagnebin, 2014, p. 15)
La tragedia de la pandemia en Brasil es doble: está tanto en la negligencia para con la vida como en el desprecio a los muertos, expresado en la ausencia de mostración de duelo público. La ausencia de prácticas de celebración y rememoración son marcas del desamparo colectivo que vienen a sumarse al desamparo singular del sujeto en duelo.
Pese a la cifra indignante de que podríamos llegar a alcanzar las 200 mil vidas perdidas hacia finales de 2020 (Diniz Alves, 13 de diciembre de 2020), continúa la normalización de la muerte como rasgo cotidiano de indiferencia y violencia.
Freud afirma que el duelo exige primero aceptar la realidad de la pérdida. Uno de los instrumentos para esa aceptación son los rituales fúnebres, en diferentes tiempos y espacios ‒según la historia, la cultura y las religiones‒. La radical transformación que el Covid-19 generó en los modos de homenajear a los muertos parece ser un indicador de que la pandemia tiene fuerza suficiente como para establecer otro modo de morir. Una de las formas de percibir el fin de un mundo7 pasa por constatar las modificaciones impuestas a la forma en la que enterramos a los muertos.
No sé cómo llegamos a esto: poner a los muertos en bolsas de plástico. No sé en qué momento se perdió el significado de las cosas. Un muerto dentro de una bolsa de compras. Un muerto como mercadería. Un muerto como objeto, como la rueda de un auto, una TV de pantalla plana, un electrodoméstico. (Yon, 2020b, párr. 5)
Estamos despojados de nuestros muertos. El Estado y su heurística del miedo parecen haber conquistado el monopolio radical de la muerte. Y no escucho voces, no escucho rabia, no escucho que la furia salga a la calle. Y no escucho reivindicaciones. (Yon, 2020a, párr. 5)
Son dos fragmentos del testimonio de Mathieu Yon, publicado en Francia después de que su mujer recogiera las cenizas de su propia madre, víctima de Covid-19, en una bolsa de plástico, en la boletería del estacionamiento de una morgue.
Cabe recordar aquí que esos fragmentos citados bien podrían ser testimonios de madres que pierden a sus hijos asesinados por la policía de Río de Janeiro (Santiago, 2020). La barbarie que asombra a Europa es vieja conocida para nosotros. Por aquí la muerte en forma brutal forma parte de lo cotidiano, de tal forma que el sintagma “la vida continúa” prevalece sobre todas las otras formulaciones para el duelo. El verbo continuar aparta la ruptura que supone la pérdida y se nos presenta como un imperativo ético ‒expresión paradojal, lo sé‒. Con ello quiero indicar tanto el carácter inexorable de lo que produce la muerte para los vivos, imperativo de pérdida real, como la necesidad de trabajo de duelo como posición ética.
Aquí evoco al psicoanalista Jean Allouch (1995/2004), que propone una modificación al modo de Freud de pensar el duelo como un trabajo de restitución de la capacidad del sujeto de dirigir su investidura libidinal a otro objeto. Allouch quiere desplazar el duelo de ese lugar de trabajo y transformarlo en acto. Para reforzar la idea de duelo como acto, recurro a la propuesta de Vladimir Safatle (2020), cuyo argumento fundamental en defensa de la emancipación del sujeto político está basado en la transposición a la política de cuatro conceptos fundamentales del psicoanálisis: identificación, goce, transferencia y acto, aquí resumido como “ser capaz de relacionarme con quien me destituye” (p. 122). A mí me interesa relacionar la reivindicación de Allouch ‒desplazar el duelo desde el trabajo hacia el acto‒ con la propuesta de Safatle de elevar el concepto de acto ‒en psicoanálisis‒ a la política. Son propuestas que vuelven más comprensible el modo en que pienso el duelo, como acto clínico, ético y político. Acto de memoria y de reconocimiento.
Concebir el duelo como acto me ayudaría a decir que el mero continuar de la normalidad y la indiferencia hacia los muertos viola el derecho a la tristeza de quien queda y el derecho a la memoria del que partió.
Ha sido así durante la pandemia, pero solo porque ya antes era así. Si el conteo de las muertes por Covid-19 asusta en su monstruosa grandiosidad, la cuenta de los asesinatos cometidos por parte de la policía militar asombra por su persistencia. Tan solo en Río de Janeiro, el Instituto de Seguridad Pública registró en 2020 cinco muertes por día de personas asesinadas en intervenciones policiales, récord histórico desde que el instituto comenzó a hacer investigación, en 1998. Al horror de los números no corresponde indignación pública, lo que hace eco del “¿y qué?” de todos los días.
Cuando se dirige la mirada hacia las transformaciones en el modo de morir que tuvieron lugar en el proceso civilizatorio iniciado hace quinientos años, el sociólogo Norbert Elías (1982/2001) destaca, entre las modificaciones, la progresiva soledad de la muerte: “Nacimiento y muerte ‒tal como otros aspectos animales de la vida humana‒ eran eventos más públicos y, por lo tanto, más sociales que hoy, menos privatizados” (p. 25). En gran medida, la privatización identificada por él hace cuarenta años se acelera conforme se expanden las tecnologías médicas ligadas al nacimiento y la muerte, sustrayendo de estos dos momentos los aspectos animales de la vida humana. Todos esos rasgos se acentuaron en la pandemia.
Entre los tantos traumas generados por las muertes por Covid-19, uno tiene que ver con la soledad de los moribundos intubados en las unidades de tratamiento intensivo (UTI), sin posibilidad alguna de cariño, amparo o despedida.
Quizás el miedo a la muerte no sea más que eso, el miedo a estar solo frente a nuestra animalidad, otro modo de nombrar nuestra vulnerabilidad. A ese miedo quizás sea posible agregar uno más, el pavor de ver nuestra propia brutalidad. En ese sentido, creo que desde las primeras propuestas freudianas sobre duelo, hay un doble proceso en juego: estar de duelo es, al mismo tiempo, cuidar de los muertos y cuidar de sí mismo. El duelo ofrece reconocimiento al objeto perdido y al sujeto que lo perdió, de tal modo que la pérdida viene a reconstituir al sujeto, a modificarlo allí justamente donde no es posible saber exactamente lo que se perdió en el objeto perdido, en el secreto portado por esa pérdida.
Vengo siguiendo este abordaje del tema del duelo en la filosofía de Judith Butler, acompañando a la autora en ese deslizamiento del duelo como categoría clínica al duelo como categoría ético-política (Rodrigues, 2020b). Este movimiento comienza después del 11 de septiembre, cuando ella plantea sus reflexiones respecto de cómo el gobierno de los Estados Unidos de América estaba haciendo del duelo un motor para reacciones violentas y discriminatorias. A lo largo de los últimos veinte años, Butler (2004/2019, 2009/2015, 2015/2018, 2020) desarrolló su obra en torno al duelo como derecho, como operador de la distinción entre vida vivible y vida aniquilable ‒separación que opera en la naturalización de las muertes‒ y, sobre todo, en la pérdida como experiencia de desamparo y desposesión, fundamento para el reconocimiento de nuestra interdependencia y de nuestra responsabilidad ética: “Somos deshechos [undoing] unos por los otros. Y si no lo somos, falta algo en nosotros. Ese parece ser el caso del duelo, pero solo porque ya era ese el caso con el deseo”, escribe Butler (2004/2019, p. 44).
Es extraño ‒no familiar‒ el punto en el que deseo y duelo confluyen. Al deseo es necesario sostenerlo, lo que significa todos los días despertar y embarcarse en el trabajo del deseo, hacer lo que es preciso para que el deseo se mantenga como tal. En el duelo se repite algo de esa estructura de sustentación. Hay que despertarse todos los días y sostenerse, despertar y embarcarse en la tarea de vivir a pesar de la pérdida, vivir una vida herida por esa pérdida, una vida marcada por aquello que la vida siempre es, vida padeciente. El duelo, en este sentido, es acto.
Trayendo el debate sobre el duelo al contexto brasileño, primero es necesario establecer el duelo como derecho inalienable. Duelo no como tristeza, retomando la distinción de la traductora Marilene Carone, sino como acto público de doble reconocimiento: de los que partieron, pero también de los que quedan. Negar el derecho al duelo es una forma brutal de decir a quien queda que no hay nada que conservar del que partió. Ignorar a los muertos embrutece a los vivos. Un sujeto no puede deshumanizar a otro sin sentir sobre sí el peso de deshumanizarse él mismo, reflejando en sí el lugar bestial que proyecta hacia fuera de él. Hacer el duelo es acoger la pérdida, aceptarla, abrazar el secreto de lo que porta el objeto perdido, acomodarse con el secreto que queda en cada sujeto de aquel objeto perdido, valorar el dolor para homenajear lo que del otro nos constituye. El duelo no hace serie. Es, cada vez, un acto. De amor. Uno a uno.
Referencias
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Allouch, J. (2004). Erótica do luto: No tempo da morte seca. Río de Janeiro: Companhia de Freud. (Trabajo original publicado en 1995).
Barnes, J. (2014). Altos voos e queda livre. Río de Janeiro: Rocco. (Trabajo original publicado en 2013).
Bishop, E. (1995). Uma arte. En P. H. Britto (trad.). Uma arte: As cartas de Elizabeth Bishop. San Pablo: Companhia das Letras. (Trabajo original publicado en 1976).
Butler, J. (2015). Quadros de guerra: Quando a vida é passível de luto? Río de Janeiro: Civilização Brasileira. (Trabajo original publicado en 2009).
Butler, J. (2018). Corpos em aliança e a política das ruas: Notas sobre uma teoria performativa de assembleia. Río de Janeiro: Civilização Brasileira. (Trabajo original publicado en 2015).
Butler, J. (2019). Vida precária: Os poderes do luta e da violência. Belo Horizonte: Autêntica. (Trabajo original publicado en 2004).
Butler, J. (2020). The force of nonviolence: An ethico-political bind. Londres: Verso.
Derrida, J. (2003). Chaque fois unique, la fin du monde. París: Galilée.
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Elias, N. (2001). A solidão dos moribundos, seguido de, “Envelhecer e morrer”. Río de Janeiro: Zahar. (Trabajo original publicado en 1982).
Freud, S. (2011). Luto e melancolia. San Pablo: Cosac Naify. (Trabajo original publicado en 1917).
Freud, S. (2019). O infamiliar. En E. Chaves y P. H. Tavares (trad.), O infamiliar: Obras incompletas de Sigmund Freud. Belo Horizonte: Autêntica. (Trabajo original publicado en 1919).
Gagnebin, J.-M. (2014). Limiar, aura e rememoração: Ensaios sobre Walter Benjamin. San Pablo: 34.
Rodrigues, C. (2020a). Os fins do luto. Serrote. Disponible en: https://revistaserrote.com.br/2020/07/serrote-edicao-especial/
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Rodrigues, C. y Áquila, T. (2020). A função política do luto por Marielle Franco. Cadernos de gênero e diversidade, 6(2), 134-150. Disponible en: https://periodicos.ufba.br/index.php/cadgendiv/article/view/35003/23120
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Yon, M. (2020a). Je ne vous pardonnerai pas. Lundi Matin, 238. Disponible en: https://lundi.am/Je-ne-vous-pardonnerai-pas
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Notas
↑1 | Profesora de Filosofía de la Universidade Federal do Rio de Janeiro. Investigadora de la Fundação de Amparo à Pesquisa do Estado do Rio de Janeiro. |
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↑2 | N. del T.: Traducción de D. S. Adam y J. Margarit. La traducción corresponde a: Bishop, E. (2019). El arte de perder. Barcelona: Random House. |
↑3 | Este artículo está dedicado a mi padre, Gerson Rodrigues (1930-2020), hijo de inmigrantes portugueses que llegaron a Río de Janeiro a comienzos del siglo XX, cuya vida estuvo marcada por la búsqueda incesante de adhesión a los valores de una élite de la que nunca llegó, de hecho, a formar parte. Su insistencia por ofrecer una buena educación a sus hijas me permitió llegar a ser escritora, traductora y filósofa. Su insistencia en limitar mis actos por ser hija mujer me hizo feminista. Comencé a contar un esbozo de su historia en http://bit.ly/onomedopai. En 2015, poco antes de la muerte de mi compañero, empecé esta investigación sobre el tema del duelo como categoría ético-política, y desde 2018 tengo el apoyo de laFundação de Amparo à Pesquisa do Estado do Rio de Janeiro (Faperj) para el proyecto Judith Butler: Do gênero à violência de Estado, del cual este texto forma parte. |
↑4 | N. del T.: En portugués, luto. |
↑5 | N. del T.: Si bien en español existe el verbo “enlutar”, no así el sustantivo “enlutamiento”. El equivalente podría ser el mismo que en el caso anterior: “estar de duelo”. |
↑6 | Este es el nombre del memorial a las víctimas del Covid-19. Ver: www.inumeraveis.com.br |
↑7 | “La muerte declara, cada vez, el fin del mundo en su totalidad, el fin de todo mundo posible, y cada vez el fin del mundo como totalidad única, por tanto, insustituible y, por tanto, infinita” (Derrida, 2003, p. 9). |